Francisco-López-Vargas7

Eran los días de la prepa. Estudiaba en la Miguel Hidalgo y estrenábamos el local frente al Conalep; ahí, cerca de lo que hoy es la Secretaría de Educación del Estado.

Muchos de mis compañeros de esos días siguen siendo mis amigos, algunos de ellos más cercanos que otros, pero la bienvenida a mi regreso a Campeche me la dieron ellos y fue la primera vez que sentí que, al fin, era aceptado en una ciudad que sólo conocía por los días de vacaciones.

Ahí, recorriendo esos terrenos aledaños casi selváticos, alguien sembró una mata de marihuana en el patio central del plantel. Era como un trofeo que muchos de mis compañeros cuidaban con esmero.

Una mañana, en uno de los descansos entre clases, recargados tomando un refresco y una torta en el único puesto que había en la escuela, vimos con asombro cómo estudiantes del colegio de enfrente entraron a los pasillos y, sin imaginarlo, corrieron, arrancaron de cuajo la mata y salieron corriendo mientras varios amigos y compañeros los perseguían.

No recuerdo si se recuperó o no la mata, pero la historia la tengo fresca en la memoria a pesar de que algunas otras anécdotas se han ido difuminando con el paso de los años y he perdido los detalles.

Fue en esos días cuando probé la marihuana. Varias veces fumé con algunos de mis compañeros de esos días, otras veces bastó el humo para sentir los efectos, pero conforme pasaron los días dejé de tomarle sentido a la experiencia que provocaba en mi la intoxicación. Ratos de euforia o episodios de absoluta abstracción y silencio, acompañado más adelante del dolor de cabeza y un hambre feroz.

Después de esas experiencias dejé de compartir la afición de mis amigos, varios de ellos aficionados hasta hoy a echarse su bachita, nombre coloquial de un cigarrillo forjado con el dulce papel de arroz.

Ninguno de mis amigos de esos días ha terminado loco o delincuente. Muchos siguen “volando” todas las mañanas y tardes, pero no son gente peligrosa como no lo son los que toman mucho aunque, a ratos, hartan y cansan porque no se dan cuenta que la intoxicación los pone intratables. En fin.

Hoy, cuando la discusión sobre la marihuana se vuelve formal, resulta estúpido tener un gobierno que sigue negándose a gobernar, a dar seguridad, a dar satisfactores a la sociedad pero que se pone muy beligerante al sancionar con impuestos a los que les gustan los refrescos, las comidas de alto contenido calórico y todo lo que uno, por decisión propia y libre albedrío, usa, come o se unta. A nada tiene más derecho una persona que a decidir qué come, qué toma, con quién se relaciona, cómo se viste y si se intoxica o no siempre y cuando no lesione a otro ciudadano.

Es estúpido quedarnos rezagados en el tema de las libertades. Nos inunda el narco, los políticos se benefician de manera ilegal de los sobornos y el mercado negro hace multimillonarios a personajes como El Chapo. Los homicidios del crimen no son más que los muertos por manejar ebrios, dicen las estadísticas, pero nadie prohíbe el alcohol; mueren de cáncer miles por fumar, y nadie prohíbe el tabaco.

La prohibición siempre tendrá el efecto contrario al que se persigue. La historia nos lo demuestra con claridad en el Chicago de Alphonse Gabriele Capone y la ley Volstead.

El conservadurismo no nos deja evolucionar, nos impide llegar a una sociedad madura, pero sobre todo lo que nos urge es educación, que la gente sepa y tenga conciencia de que sus actos tienen consecuencia, que todo lo que se hace tiene un precio y una repercusión que fuerza a hacerle frente.

Hoy, hay que decirlo, los temas de seguridad se agravarán antes de resolverse. La evolución del crimen es más rápida y más eficiente que las acciones de una sociedad que la enfrenta con cientos de prejuicios y limitantes.

La apología del delito que se ve en las calles, en las redes sociales son la consecuencia natural en respuesta a un gobierno que no resuelve, que reprime, que no le da mayores y mejores índices de bienestar a sus ciudadanos que ven cómo se enriquecen a pasos agigantados sólo dos tipos sociales: los narcos y los políticos, ambos gozando de total impunidad a pesar de verlos cometer sus delitos.

La próxima revolución no será con pancartas gritando patria y libertad. La nueva revolución la hacen a diario quienes para poder comer deciden vender una grapa, unos “churros”, formarse en la fila del súper para ofrecer sexo por un kilo de jamón o una pequeña despensa, ese vecino que nos negamos a ver y que quizá nos pidió ayuda y se la negamos.