Este 15 de mayo, fecha que en todo México festejamos a los maestros, me he permitido hacer un reconocimiento personal a esos hombres y mujeres, particularmente a mis maestras y maestros de primaria.

Aunque en ese entonces era muy pequeño, recuerdo a mi maestra Josefita enseñándome las primeras vocales y después el abecedario completo, además de escribir correctamente sobre la raya. Fue esa la primera experiencia que tuviera con el saber, la que en su domicilio particular me diera “parvulitos”, lo que ahora se conoce como preescolar pero que no existía en mi pueblo hace ya más de 70 años. Ella, mi maestra Josefita, no tenía un título que la acreditara como tal, pero eso sí, nos dio siempre ejemplo de buena disposición para enseñarnos. Nos daba clase en su casa, en un pequeño cuarto, y cuando hacía mucho calor, a la sombra de un frondoso árbol de huaya en su patio. Junto con un pequeño grupo de amiguitos, aprendimos y nos maravillamos de ese nuevo e inmenso universo de conocimientos que la maestra Josefita nos enseñaba de lunes a viernes.

Era una mujer madura, así la recuerdo, con una sonrisa que parecía estar siempre cincelada en su rostro moreno. Poco tiempo después al cumplir 6 años, la escuela, aquel mágico edificio al que veíamos acudir a los mayores que nosotros, nos abrió sus puertas. Ahí nos recibió una nueva maestra, tan dulce y bondadosa como la anterior. Era el primer grado de primaria, todavía después de 69 años la recuerdo fielmente: blanca, delgada, pequeña de estatura, viejecita con una gran facilidad para enseñar. De inmediato mi maestra, Josefina Sansor, nos ganó a todos el corazón.

El segundo grado ha sido imposible de olvidar. Una nueva y joven maestra, recién egresada de la escuela Normal, Mechita, acababa de llegar a mi escuela. Nadie, nos parecía era más bonita que ella. Todos queríamos que fuera nuestra novia, aunque nada más nosotros lo supiéramos. Cómo olvidar esa osadía de niño cuando en un papelito escribí con letras temblorosas: Maestra, quiere ser mi novia, y se lo dejé en su escritorio; claro, sin poner mí nombre.

El tercero me lo dio mi tía Refugio; de avanzada edad; aunque muy seria, buena maestra. Pese a la relación familiar, durante sus clases no solo yo, todos nos portábamos bien. El cuarto grado fue el más emocionante; de entrada todos sabíamos y teníamos cierto temor por la fama del maestro Delio de quienes se decía que era duro de carácter. Alto, fuerte, de pelo canoso y bigote muy grueso, este personaje de mi niñez, de ojos muy vivos con lentes de arillos, nos hacía sentirnos más pequeños de lo que éramos cuando escuchábamos nuestros nombres en el pase de lista, con su vozarrón: Sahuí Triay José… el presente, maestro, apenas se escuchaba en el salón.

Cierto que era duro el maestro Delio, pero enseñaba como pocos y lo hacía muy bien. Durante el año, fuimos descubriendo que detrás de esa aparente reciedumbre y mal carácter había una persona alegre cuyas anécdotas con nosotros fueron numerosas.

En quinto grado mi maestro se llamó Víctor. Pequeño de estatura, muy serio pero inteligente, nos impresionó con sus conocimientos de matemáticas y sobre todo por la facilidad con que enseñaba y aprendíamos.

Sexto grado, inolvidable… el maestro Raúl, de estatura mediana, ojos verdes, pelo rizado y mirada siempre bonachona; era más conocido como el Bachiller Raúl. Decían los mayores que cuando joven, salió de mi pueblo hacia la capital del país, y había comenzado a estudiar medicina. No terminó la carrera pues tuvo que regresar al pueblo por la enfermedad de sus padres y la imposibilidad económica de continuar sus estudios para médico, faltándole solo un año para recibirse.

Mi maestro hablaba también, inglés y francés, tocaba magistralmente la guitarra y el saxofón, componía relojes, era un lector incansable y poseía una vasta cultura. Sin embargo era el hombre más sencillo y tranquilo del mundo.

Este último año de primaria quedó grabado en mi mente y en mi corazón para siempre. Una gran parte de mis compañeros son aún, hasta hoy, mis amigos, algunos ya se adelantaron en el camino del adiós terreno. Cada año, de visita a mi pueblo tengo la oportunidad de reunirme con ellos, muy pocos por cierto y platicar de esos días de tanta felicidad.

A mi maestro Raúl, aunque jamás le gustó la política, por azares del destino, en una ocasión que el gobernador de ese entonces visitara nuestro pueblo, éste al ver a nuestro maestro, lo llamó pues había sido su compañero de estudios en la ciudad de México, y le dijo: ¡Raúl, tú vas a ser presidente municipal, te lo mereces! Todavía recordamos la cara que puso nuestro buen maestro al oír aquella casi orden de su amigo el gobernador.

Siendo ya unos jóvenes, gozamos de su amistad. Nos contaba que nunca olvidó esa anécdota y lo que sufrió al desempeñarse en algo que realmente no era lo suyo. Mi maestro Raúl vivió y murió en paz, como siempre estuvo durante sus más de 80 años de vida, sembrando conocimientos y afectos.

A todas y todos ellos, mis maestras y maestros de parvulitos y primaria, quienes me enseñaron las primeras letras, y a escribir y leer, mi eterno reconocimiento por lo mucho que me dieron.