El arte de gobernar tiene un pequeño problema: desgasta. Aún quienes tienen la inteligencia para rodearse de gente capaz, de gente preparada y con conocimientos, de gente especializada en sus áreas, la tentación de mandar y de imponer sigue estando presente.
Nadie se mete a competir por la presidencia si no tiene un proyecto, aunque sea un bosquejo hecho a lápiz sobre las rodillas. Por desgracia, ese es el caso que padecemos hoy en México.
Es verdad que el ejercicio del gobierno deja a muchos contentos y a más descontentos. Se hacen obras que unos aprueban y otros censuran, obras que para muchos sólo son la vía de enriquecimiento de los gobernantes, obras que, aseveran, esconden intereses oscuros…
No estamos equivocados quienes planteamos cuando nos dicen algo y respondemos con un “lo sabes o lo crees”, porque saber algo es muy diferente a creerlo, a pensar que así es y, por desgracia, hay muchos políticos a los que le da pena admitir que son ignorantes en algunos temas, en algunas especialidades, sin darse cuenta que no hay quien sepa todo.
En el devenir histórico de México, construimos una imagen presidencial que no podía ser cuestionada porque representaba al pueblo, a la voluntad popular y en aras de ello se cometían los abusos más soberbios porque, después de todo, para eso era el poder.
Y digo que era porque el país ha avanzado no sólo en lo político sino en lo económico, en lo social y en temas de convivencia. Precisamente por esos avances, la democracia mexicana se ha ido transformando para adecuarse a las exigencias de una sociedad que, hay que admitirlo, está cada vez más insatisfecha de cómo se ha manejado el país y hacia dónde se ha conducido.
Quienes a lo largo de los años -38 de hacerlo profesionalmente, hoy tengo 56- nos hemos dedicado a escribir sobre el país que nos tocó vivir, hemos visto gobiernos menos malos que otros, más impositivos que otros, pero todos nos han dejado insatisfechos.
Es normal, somos una sociedad dinámica con intereses muy diversos que no tiene ni la misma opinión ni la misma óptica para calificar a quienes nos gobiernan y, como también es entendible, cada quien habla de la feria como le fue en ella.
La soberbia y la arrogancia de quienes gobiernan son un problema para muchos, pero más para quienes creen que lograrán beneficios de esa abyección y hasta promueven la pedantería y nada es más grave que la provocada por la ignorancia de creer que se sabe mucho, que se sabe todo y que poco se hace mal. Es ahí donde empiezan los errores, esos que verdaderamente llevan al fracaso.
¿Alguien recuerda la arrogancia de Gustavo Díaz Ordaz?, ¿o la pedantería de Luis Echevería?, José López Portillo creía que leer mucho y ser buen dibujante le permitiría ser un presidente que abusó de sus excesos. Miguel de la Madrid fue un presidente agobiado por el país que recibió y que se le complicó con los temblores de 1985. Su ventaja fue entendió que el país no resistía seguir por la ruta del presidencialismo omnímodo.
De la Madrid optó por cambiar el paradigma económico en un país que ya no aceptaba el gobierno de un partido hegemónico y tuvo que robarse la elección para imponer vía Manuel Bartlett –quien fue derrotado en su aspiración presidencial- a Carlos Salinas.
Ernesto Zedillo fue un presidente emergente luego del homicidio de Luis Donaldo Colosio y con él también pagamos, como con los otros, vía una crisis que no se ha repetido por los excesos presidenciales de antes.
Fox fue un presidente decepcionante ante su negativa a consolidar el cambio y Calderón llegó a un país demasiado dividido y consumido ya por la indiferencia en el combate a la delincuencia. Peña, cuya elección no tuvo objeción, no acreditó que sabía gobernar pero hoy es visto como el gran corruptor.
El hartazgo social nos llevó a elegir a un presidente cuyas características presagiaban un error para el país: cada elección mostró una cara distinta como lo acredita hoy cuando se desliga de sus promesas de meter al ejército a los cuarteles, o de no modificar la Constitución, o de pacificar al país al día siguiente de su triunfo electoral.
López Obrador es un presidente que cree que sabe, que cree que la realidad se amoldará a sus deseos y que todos, sin excepción, deberíamos apoyarlo en su visión parcial del país.
Iniciando su sexto mes de gobierno, López acredita que el poder es él y que su visión debe imponerse porque es la del presidente. Nada más, sin convencer, sin acreditar que sabe, sin consentir ni negociar. La realidad lo alcanzará más pronto de lo que deseamos, porque nos afectará a todos. Ahora si, sin excepción.