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Historia y modernidad

Sin contar el tema turístico, el proyec­to anunciado de reconstrucción de fragmentos de murallas, demolidos a finales del siglo XIX y principios del XX, crea un no poco importan­te debate en los círculos académicos respecto a la validez ética del mismo y que cuestiona si restará o no valor histórico-cultural a los vestigios ori­ginales del pasado Colonial.

Ante ello, bien valdría la pena reinspeccionar, en el transcurrir de las décadas y de los siglos, la impor­tancia de las fortificaciones como ele­mento avasallador e importante en la historia de nuestra ciudad capital.

Al fundarse la villa de Campeche en 1540, con el pasar de los años se convirtió en el principal puerto mer­cante de la región. Durante la colonia y el Virreinato, viajeros y productos de otras regiones penetraban la Pe­nínsula desde el puerto campechano hasta, poco a poco, ir tomando impor­tancia y relevancia en otras latitudes.

El investigador Michel Antochiw, citando al historiador español Juan Manuel Zapatero, argumenta que Campeche, de entre todas las ciuda­des de la América española, se distin­guió por ser “la llave del comercio de la madera preciosa”, por lo cual “su­frió en múltiples ocasiones los emba­tes de los enemigos, que sin piedad ni consideración, asaltaron los hogares de sus moradores, saquearon sus ha­ciendas, quemaron sus casas, edifi­cios públicos y archivos y se llevaron a muchos de sus laboriosos habitan­tes para un doloroso y eterno cautive­rio”. (Michel Antowich. ‘Las prime­ras fortificaciones’).

ANTECEDENTES DE LA MURALLA

Dada su condición geográfica en el Golfo de México, Campeche fue pre­sa fácil de los filibusteros, quienes desde 1558 establecieron una base en la Laguna de Términos, lugar que les propiciaba refugio y una salida fácil en altamar… años más tarde comen­zarían los ataques a la villa.

En 1559 y 1560 un navío con una tri­pulación de alrededor de 50 france­ses arribó a Campeche. De acuerdo al abogado, historiador, escritor y perio­dista campechano Francisco Molina, los corsarios “se apoderaron y pren­dieron mujeres casadas y principales y otras personas y hicieron grandes daños” (Juan Francisco Molina Solís. ‘Historia de Yucatán durante la Do­minación Española’).

De ahí le sucedieron la desolación y el infortunio cuando en 1561 y 1597 la ciudad fue saqueada y quemada. A pesar del peligro amenazante para la villa, Antochiw siguiere que fueron escasas las acciones defensivas, úni­camente se construyó por orden del mismo Francisco de Montejo una ‘to­rrecilla’ desde la cual Antonio de Al­calá defendió a la ciudad en 1597.

Ante una costa abierta y sin defen­sa, en 1604 el entonces gobernador de Yucatán, Carlos de Luna y Arellano, al percatarse de la nula actividad de­fensiva del puerto campechano, ideó la posibilidad de construir la fortifi­cación y guarnición de San Benito, la cual constaría de artillería, artilleros y municiones. Notificada la Corona española del proyecto, en 1609 el vi­rrey de la Nueva España, Luis de Ve­lasco, autorizó la construcción del fuerte o la Fuerza de San Benito, ubi­cado al poniente de la plaza, hacia el rumbo del barrio de San Román, de­bido a que por el lado las playas de Lerma los enemigos desembarcaban fácilmente. El edificio fue construido a la orilla del mar, con una altura simi­lar a la iglesia del barrio, su estructura era rectangular, sus muros eran espe­sos, pero de poco sirvió cuando Diego el Mulato y Conelius Jol ‘Pata de Palo’ saquearon a la villa en 1633.

Después de ello, en 1657 se man­daron a edificar la fortaleza de El Bo­nete, cercano a la plaza principal de la villa; el Fuerte de San Bartolomé, cuya función sería resguardar la villa de cualquier peligro; y la de la Santa Cruz, en el Cerro de la Eminencia.

Pasaron los años y en 1660 el nue­vo gobernador en turno, José Campe­ro de Sorrevilla, perdió el entusiasmo en las defesas. Ante el abandono de las estratagemas militares se dio otro recio ataque del filibustero holandés Mansvelt, en 1663, quien sitió y de­molió San Benito. Los invasores se hicieron de la villa, robaron, quema­ron y despojaron de sus pertenencias a casas particulares, sedes de poder y la Iglesia del Jesús. De acuerdo al relato del francés Alexandre Exque­melin, el saldo de la tragedia fue de “muertos en el combate cincuenta y cuatro españoles, y entre ellos dos alcaldes ordinarios, y quedaron pri­sioneros del enemigo ciento seten­ta y cuatro vecinos, muchos de ellos heridos, habiendo importado el saco de plata y oro, catorce navíos, casas y palo de tinte, más de dos millones, con que no sólo quedaron pobres y destruidos los vecinos de dicha villa, sino también otros muchos”. (Alexan­dre Olivier Exquemelin. ‘Bucaneros de América’).

Para resolver los males, el gober­nador Juan Francisco de Esquivel y Larraza remitió al virrey la necesidad de reedificar San Benito y un nuevo fuerte llamado San Carlos, erigido en 1676. Sin embargo, esto no impi­dió nuevos ataques, como el de 1678 y 1685, al mando de Lewis Scott y de Lo­rencillo y Gramont, respectivamente, lo cual sembró la idea de crear una muralla alrededor de la villa.

Fue así que dio inicio la edifica­ción baluartes del sistema defensivo, concluyendo en 1704. El primero en edificarse fue San Carlos, después le siguió La Soledad, ubicado donde se encontraba El Bonete, luego Santia­go, San José, San Pedro, San Francis­co, San Juan y Santa Rosa.

Sin embargo, su utilidad como sis­tema defensivo resultó obsoleto tras fracasar en el propósito de su edifi­cación dada la decadencia de las in­cursiones filibusteras en el golfo y quedaron sumidas en el abandono, en medio de una ciudad que a la pos­tre vería en ellas un estorbo.

AIRES DE PROGRESO

Inutilizadas y presas del olvido, las fortificaciones permanecieron de pie durante el siguiente siglo y sólo co­brarían vida una vez más cuando la ciudad vivió problemas político-so­ciales, como la Guerra de la Columna, en 1824; la Guerra de Castas, en 1847; y la invasión santanista o Restaura­ción de la República, en 1867: gestas armadas en donde las murallas sirvie­ron de resguardo ante el fuego enemi­go. Después de ello, permanecieron como centinelas, resguardando los atardeceres de un viejo espacio que poco a poco se renovaba.

Con el pasar de las décadas, un nuevo modelo de ciudad emergería y, a la postre, redefiniría el paisaje ur­bano imperante. Las tres últimas dé­cadas del siglo XIX serían partícipes de suntuosos y notorios cambios en el espacio físico de la urbe campecha­na, todo ello como consecuencia del concepto modernista de ciudad cos­mopolita, auspiciado por el régimen en el poder, el cual veía en el estilo francés el principal ideal a imitar. Co­mo consecuencia de ello, el estado de abandono y decadencia del cinturón de piedra pronto comenzó a causar pesar en la colectividad de la época.

Los primeros malestares comen­zaron a manifestarse en 1878, cuando en ese entonces el jefe del Ejecutivo estatal solicitó a la Federación de­rribar el lienzo de muralla ubicado frente al campo de tiro y las que se encontraban a orillas del mar, argu­mentando el desuso y el estorbo de la edificación para la cuestión sanitaria. Sin embargo, la iniciativa fue negada.

Un año más tarde, “celoso el Eje­cutivo de procurar la mayor comodi­dad y bienestar de los habitantes de todos los pueblos del Estado, y par­ticularmente de los de esta culta Ca­pital, y cerciorado de las ventajas que á ellos resultan de la mayor comuni­cación entre el centro amurallado de esta plaza y sus barrios, pidió y obtu­vo del Gobierno Supremo el permiso necesario para proceder á la apertura y colocación de dos puertas nuevas en las murallas de la misma (sic.)”, es­tas conducirían a los barrios de Santa Ana y Guadalupe. (‘La Nueva Era’. Pe­riódico oficial del estado de Campe­che. n. 238, 8 de agosto de 1879).

Los síntomas del progreso no se harían esperar. Por ello, Fernando Lapham, jefe militar de la plaza, con­siguió en l893 la autorización del Go­bierno Federal para abrir un boquete en la muralla con la instalación de la puerta llamada ‘2 de Abril’, frente al batallón de las fuerzas federales en Campeche, entre los baluartes de San Carlos y la Soledad.

Posteriormente se derribó el lien­zo completo que se encontraba fren­te al cuartel militar para darle vista al mar, también se demolió toda la mu­ralla que iba desde San Carlos hasta La Soledad, desapareciendo la Puer­ta de Mar. (Francisco Álvarez Suarez Francisco, Anales Históricos).

Si lo que se pretendía era conver­tirse en una ciudad moderna, el cin­turón de piedra representaba un es­torbo para ello, debido que las cuatro puertas abiertas en la Muralla entor­pecían la circulación y el tráfico da­da su escasa anchura de dos metros y medio donde colisionaban y sufrían averías algunos coches y carruajes.

Ante ello, en 1894 un grupo de ve­cinos del Centro de la ciudad solici­tó al Jefe Militar la autorización para abrir una puerta en la calle ‘Colón’, ubicada en baluarte de San José (El Reproductor Campechano, febrero de 1894). Sin embargo, la autoridad sólo permitió la apertura de una nue­va puerta en el baluarte de San Pe­dro, la cual sería una extensión de la calle Zaragoza. En ese mismo año se demolió la Puerta de Guadalupe y se abrieron boquetes para prolongar las calles de Iturbide e Independencia.

Para agosto de 1901, únicamente existían los lienzos de murallas que unían a los de los baluartes de San Jo­sé, San Pedro, San Juan, San Francis­co, y una parte de los que unen los de Santiago y La Soledad.

Un año más tarde, en 1902, la ma­yor parte de lienzos de la muralla ha­bían desaparecido. En ese mismo año un edicto del Gobierno Federal orde­naba a Campeche la demolición total de sus murallas, concediéndoles a los particulares la facultad de realizarlo, con la observancia de recoger los des­pojos y comunicarlo a la autoridad.

La explicación del derrumbe de grandes fragmentos se desprendía del hecho de que “se trataba de her­mosear la ciudad o darle libre ven­tilación, toda vez que se declararon inútiles las murallas”. (Francisco Ál­varez Suarez, Anales históricos de Campeche). Los aires de modernidad llegarían así a Campeche.

PERSPECTIVA CONTEMPORÁNEA

Recién iniciaba el siglo XX y la ciu­dad se había despojado prácticamen­te de la mayoría de las fortificaciones, pero también comenzaba nuevo en­foque en torno al cinturón de piedra que recriminaba su derrumbe.

De acuerdo al ex gobernador e his­toriador Alberto Trueba Urbina, tes­tigo fiel de la época, “al ser demolida la muralla por la dictadura porfirista como acto profano o de Barbarie” (El Espíritu Público. La Muralla de Cam­peche. Alberto Trueba). Fue enton­ces que a partir de la décadas de los cincuenta, por iniciativa de algunos gobernadores campechanos, fueron reconstruidos algunos fragmentos de las fortalezas de piedra, ahora con un nuevo propósito turístico, y así en­tonces emergieron la Puerta de Mar, San Carlos y el Baluarte de Santiago.

Actualmente se encuentran en pie los lienzos de muralla que conectan a los baluartes de La Soledad con la Puerta de Mar, y el que va del Baluar­te de San Pedro a San Francisco, los baluartes de Santiago, San Juan, San Carlos y Santa Rosa.

Defensoras y partícipes en plé­yades durante más de tres siglos, las murallas ubicadas en el primer cua­dro de la ciudad permanecen ajenas ante un paisaje urbano que se torna cada vez más moderno, pero dentro de su existencia conservan el misti­cismo e historicismo por el simple hecho de haber sido parte de diferen­tes gestas bélicas, con lo cual conser­van su propio valor y su sentido Turismo. A mediados de los 50’s se comenzó a ver el potencial turístico de la muralla.

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