Cuentan las Crónicas de la Historia, que en tiempos pretéritos, aquellos en que el Imperio Romano se extendía todopoderoso en el mundo conocido de ese entonces, sus legiones llegaron desafiantes al reino del Epiro para conquistarlo y agregarlo a sus ya muy numerosas posesiones.

Pirro, Rey de Epiro, hombre valiente y decidido, no se amilanó ante el desafío de aquella Roma que tan solo con su nombre imbuía miedo a los pueblos que amenazaba. Los ejércitos de Roma y Epiro se enfrentaron en una de las batallas más largas, difíciles y cruentas de la antigüedad.

Lucharon con valor inaudito. Los primeros, como invasores seguros de que tan solo con su fama y número vencerían a sus rivales. Los segundos, no tan numerosos y aguerridos como sus contrincantes, lucharon para defender su tierra y a sus familias.

Las ansias romanas de conquista se estrellaron ante la reciedumbre del liderazgo del Rey Pirro y la decisión y bravura de los epirenses quienes antes que ser sometidos e invadidos preferían morir.

Tal vez esto fue la razón del insólito hecho que sacudió al mundo de ese tiempo, al saberse el resultado de esa batalla.

Pirro y los epirenses habían derrotado a las legiones romanas invasoras. El costo de vidas en ambos bandos fue dramáticamente sangriento. Romanos y epirenses murieron en gran número. El escenario fue desolador. Se dice que al concluir esa histórica jornada, frustradas momentáneamente las intenciones imperiales de conquista, Pirro, recorriendo el campo de batalla, valorando el costo del número de pérdidas sufridas por su ejército, el cual fue diezmado con gravedad, exclamó: ¡Otra victoria como esta, y estamos perdidos!

El bravo monarca tenia razón. Los romanos, dolidos con su fracaso, pero siempre poderosos, se reagruparon y prepararon de nuevo para cobrarse la afrenta recibida. Nuevas y frescas legiones con recursos abundantes llegaron de nuevo a enfrentar a los epirenses. Estos ya no eran los mismos. Seriamente reducido su ejército por la anterior batalla todavía reciente, pese a su triunfo, los muertos y heridos fueron tantos que su pequeño reino no tuvo la capacidad de reemplazarlos y mucho menos el dinero para armarlos y enfrentar de nuevo a los romanos.

Roma no tardó mucho en cobrarse la humillación sufrida. La Historia en sus páginas nos muestra la derrota total de los epirenses pese a la valentía que de nuevo desplegaron para defenderse.

De ahí que cuando una victoria es muy apretada y desgastante, su costo implica, más cuando los recursos para una rápida y eficiente recuperación son limitados, graves riesgos.

Todavía resuena en la memoria histórica, aquella dolorosa y angustiada exclamación del Rey Pirro después de su “victoria”. Contiendas así, tan costosas por sus consecuencias, merecen ser reflexionadas y aprovechas. Si bien es cierto que la conclusión de un enfrentamiento señala a un triunfador en ese circunstancial momento, habría que no olvidar, que como consecuencia, casi de inmediato se encienden preocupantes señales de alerta. Los triunfos, aunque difíciles y competidos deben ser plenos… convencidos. Las contiendas son momentos en el tiempo, no repetidas e insistentes acciones de desafío.

Los escenarios de la vida diaria muchas veces nos presentan episodios que por su naturaleza nos obligan a reflexionar acerca de los paralelismos de hechos, que como el que anteriormente recordábamos, deberíamos aprovechar.

Las contiendas, aquellas que en ocasiones nos enfrentan, no deben hacernos olvidar que son tan solo eventos muy breves en el tiempo. Diferir de opinión es en las más de las veces una transitoria actitud humana. La vida, después… continúa.

La Historia es sabia consejera. No habría que olvidarlo.