Después de la elección presidencial de 1976, donde sólo compitió el candidato del PRI, José López Portillo, de triste memoria, la gran demanda de la sociedad mexicana fue que hubiera elecciones y no simulación de éstas. El gobierno de entonces entendió el reclamo e inició una serie de reformas político-electorales con el fin de conservar el poder, pero de manera que lo legitimara.
Producto de esas reformas, siempre a cuenta gotas, en 2000 el PRI, después de 80 años en la presidencia de la República, perdió por primera vez la elección, para dar lugar a la alternancia. De 1977 al 2000 pasaron 23 años. Desde el 2000 los votos se cuentan y el resultado de las elecciones ya no está cantado de antemano como lo estuvo por ocho décadas.
El arribo de la real competencia electoral no resolvió todos los problemas del país, no lo podía hacer, pero sí implicó un cambio real en la cultura política de los mexicanos. A partir de la alternancia en la presidencia de la República, para la gran mayoría de la sociedad mexicana, siempre hay un pequeño grupo descontento, esa demanda quedó resuelta.
A mediados del 2014, los hechos de Tlatlaya, Ayotzinapa, la Casa Blanca y Malinalco, actúan como un disparador de la sociedad mexicana que se manifiesta indignada y detrás de ese coraje está una nueva demanda, de la dimensión de lo que en su momento fue que se contaran los votos, y es el fin de la corrupción y la impunidad de parte de quienes ejercen el poder público.
Se trata de una demanda de carácter histórico-cultural, que exige se ponga fin a la manera cómo ha actuado el poder en los últimos 95 años. Implica un nuevo nivel de conciencia de la ciudadanía cada vez más escolarizada, informada y también menos tolerante a los abusos del poder. Es eso, no otra cosa, lo que está detrás de las distintas manifestaciones ciudadanas, algunas inaceptables.
Los hombres y las mujeres del poder, en particular de la presidencia de la República, deben entender la dimensión de lo que sucede. La indignación ciudadana ya no se va a resolver al dejar que las cosas pasen y se olviden en la memoria del colectivo social. Eso ocurrió en el pasado, pero ese tiempo y esa ciudadanía ya no existen.
El presidente de la República tiene que valorar el momento en que se encuentra él y su gobierno. A partir de eso debe de actuar en consecuencia, incluso en razón solo de sus propios intereses. Si no lo hace su legitimidad día con día se verá reducida y se le hará más difícil el ejercicio de la autoridad. No es algo menor. Está frente a una disyuntiva histórica.