Como ciudadanos estamos desvalidos, por un lado, los partidos políticos hacen y deshacen a su gusto, entre una minoría escogen a una persona que les represente una continuidad de grupo y esta, a su vez, intentará convencernos de que es lo mejor para la mayoría, existe una enorme brecha entre lo que les interesa a ellos de lo que nos interesa a nosotros. Usan una línea recurrente “para cambiar es necesario llegar” y apoyados en ella, hacen en campaña hasta lo indecible, reparten dinero a manos llenas, sea directa o indirectamente pero lo hacen por debajo y en efectivo, para que los “gastos de campaña” no se vean afectados y no exista un rastro financiero que les finque responsabilidad, prometen con un desparpajo rayano en el cinismo que acabarán con la corrupción y, lamentablemente, de esta forma, fomentan las bases de la misma.

El debate del domingo me dejó claro un punto, nuestra democracia es muy, muy débil, nuestra clase política está aún más debilitada y la sociedad está desamparada.

Pocas propuestas, el tiempo era muy corto para desarrollarlas a cabalidad, no daba tiempo de apelar a la razón sino hacerlo a la emoción, atacar, minar credibilidad, señalar las mentiras dichas, los actos de corrupción, los desvíos de recursos, nos restregaron en la cara que pueden hacer con nuestro dinero lo que se les venga en gana y que no podemos, hacer nada para evitarlo, que nuestras instituciones de protección al ciudadano están dentro de un sistema que hinca la rodilla a quien lo encabeza, que nuestros legisladores responden a sus partidos antes que a sus representados y nuestros independientes pareciera que, a pesar de lo que dicen, no lo son.

Hablar de ganadores es absurdo, no puede haber un ganador si no hay una demostración de lo que pretenden construir (o reconstruir), si hablar bien fuera sinónimo de capacidad de gobernar, quizá sería más sencilla la decisión, entre los concursos de oratoria sacaríamos a los mejores y el ganador de ganadores sería laureado con la banda presidencial pero, no es así, hablar bonito no es suficiente, tampoco lo es prometer lo imposible o sacar frases “chistosas” o pegajosas. No, no tuvimos ganadores de debate y hasta me atrevo a decir que los que lo vimos, tampoco sentimos que ganara México por estar pendientes de los contendientes.

La forma de generar un cambio no proviene de arriba a abajo, es por el contrario, la base, la mayoría de nosotros, la que modifica lo existente. En un país rico en la que no hemos tenido que hacer mucho para subsistir (ojo, que no digo vivir sino subsistir como sinónimo de sobrevivir) y eso, junto con una falta de cultura que, también es sistémica, nos ha mantenido en “lo menos malo”, “es lo que hay”, “así se hacen las cosas en México”, es decir “agua y ajo” y ha sido funcional para el uso de la plataforma de la necesidad, en la entrega de programas asistencialistas, paternalistas y su posterior miedo a quitarlo si las cosas no se mantienen igual. Desde mi punto de vista, estamos siendo conformistas pero, lamentablemente, ninguna de las opciones de nuestras elecciones cuentan con todos los elementos para lograr unificar un país, que no solo está dividido sino visiblemente enojado.

Un debate lleno de propuestas tampoco hubiera sido gran diferencia, más rico quizá, pero, no cambiaría en mucho lo que estamos sintiendo y es que no es de un sexenio, de una década o culpa de alguien en particular, hemos acumulado infinidad de asuntos y no vemos que nuestros representantes electos resuelvan. Cierto, ellos no podrán nunca hacerlo sin nuestra ayuda pero, si lo sabían de entrada, tampoco era necesario prometerlo y aplicar el atolito a dedazos.

La clase política es una muestra representativa de nuestra sociedad y un debate es solo una pequeña muestra de ellos y aunque el debate no me dejó buen sabor de boca, lo verdaderamente preocupante, es que antes incluso de ponerlo, ya sabía que sería así.