Monumento. Según la tradición, fue en el sitio que hoy ocupa la Iglesia de San Francisco donde se ofició la primera misa del Continente Americano, en aquella expedición de Francisco Hernández de Córdoba.

 

Arón Enrique Pérez Durán
Archivo Municipal de Campeche

(PARTE II)

La semana pasada vimos cómo, finalmente, luego de 24 años y 5 meses de la llegada de los españoles a lo que ellos llamaron las ‘Indias’, se preparó en la isla de Cuba una expedición para conquistar nuevas tierras, pues desde 1492 y hasta 1517 apenas se habían ‘descubierto’ unas cuantas islas caribeñas y algunas regiones en el litoral del Atlántico.

Como se mencionó, tres españoles establecidos en la villa de Sancti Spiritus, de los más antiguos y ricos habitantes de Cuba: Francisco Hernández de Córdoba, Lope Ochoa de Caicedo y Cristóbal Morantes, en alianza con el gobernador de la isla Diego Velázquez, decidieron en 1517 organizar una expedición marítima para conquistar nuevas tierras.

Francisco Hernández, originario de Córdoba, fue nombrado capitán, que según fray Bartolomé de las Casas, era “hombre muy suelto y cuerdo, harto hábil y dispuesto para prender y matar indios”. Se trataba de un rico hidalgo de Cuba y encomendero.

Terminados los preparativos, y con la debida autorización, la flota zarpó el 8 de febrero de 1517 del puerto de Axaruco en La Habana. Llevaba como piloto mayor a Antón de Alaminos, quien recién había regresado de España; los otros dos pilotos eran Pedro Camacho y Juan Álvarez “el Manquillo”; iban a bordo unos cien hombres, entre ellos Bernal Díaz del Castillo -quien escribió una crónica del viaje titulada ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva España’-, el clerico fray Alonzo González, Francisco Íñiguez y el inspector real Bernardino Íñiguez, encargado de velar por los intereses económicos de la Corona.

La flota partió de Santiago, costeando la orilla Norte de Cuba, abasteciéndose de agua y de leña en Puerto Príncipe, donde algunos de los principales expedicionarios poseían haciendas. Llegó al cabo San Antonio, ubicado en el extremo occidental de la isla, desde donde zarpó hacia alta mar alrededor del 20 de febrero.

Navegaron por aguas desconocidas hacia donde se ponía el sol, prácticamente a la aventura, “con gran riesgo de nuestras personas”, dice Bernal, ya que no tenían referencia alguna de las corrientes y vientos de esa ruta. Al fin, después de trascurridos seis días y de ser sorprendidos por una tormenta, avistaron tierra: se trataba de las costas de Yucatán, bajas y desprovistas de montañas, por lo que tan sólo son visibles desde el mar ya en su proximidad.

La tierra avistada fue Isla Mujeres, sitio sagrado de los mayas, escasamente habitado, pero donde habían construido varios templos a los que acudían peregrinos de muchas partes. Los españoles la bautizaron con este nombre debido a que vieron dentro de los templos gran cantidad de ídolos con formas femeninas.

Fue este el primer contacto firme de los europeos con la gran cultura mesoamericana; desde el principio no pudieron más       que observar su estado de desarrollo, mucho más avanzada que las que hasta entonces habían conocido en La Española, Cuba y en el Darién. La mayor parte de las edificaciones de la isla eran sólidas, hechas con piedra y no con paja y madera, como las que habían visto antes.

Los españoles comenzaron a recorrer la costa de la Península de Yucatán hasta avistar un poblado cercano a la ribera, que albeaba de blanco. Hernández de Córdoba ordenó acercarse a la orilla, cuando de pronto vieron venir hacia ellos grandes canoas con muchos nativos a bordo. Los europeos les dieron a entender, por medio de señas, o como mejor pudieron, que venían en son de paz, invitándoles a aproximarse, lo cual algunos nativos subieron a bordo de las extrañas embarcaciones. Españoles y nativos se admiraban unos de los otros. A los primeros les llamaba la atención las vestimentas de algodón teñido, así como los aretes, collares y adornos de los indios, pues lo que hasta entonces habían conocido, sabían que acostumbraban ir casi desnudos y con adornos pocos elaborados.

Los nativos seguramente contemplarían con gran curiosidad tanto a esos seres raros, blancos y de grandes barbas, algunos con curiosas cabelleras amarillas, como a todas sus pertenencias. Después del intercambio de obsequios los españoles anclaron para bajar a tierra en sus bajeles. El pueblo resultó ser de gran tamaño, con sus templos y moradas principales construidos con piedra.

Se condujeron a casa del señor principal y a los templos. Dice Bernal que en su interior se encontraron “muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios y otros como de mujeres”. Terminada la breve visita, los nativos escoltaron a sus huéspedes hasta el sitio por donde habían entrado al pueblo. Los blancos indicaron que deseaban agua para beber, les mostraron un pozo de donde podían sacarla y Hernández decidió que ahí pernoctarían.

Al amanecer, los nativos parecían haber cambiado de humor, pues estaban armados cerrando el camino entre el pozo y su población. Estaban decididos a expulsar de sus tierra a los europeos. El enfrentamiento se dio: dieciséis españoles fueron heridos, mientras que quince nativos fueron muertos.

Los blancos lograron tomar algunos prisioneros. Entre los cautivos había dos “trastabados de los ojos” , como dice Bernal, es decir, bizcos a la manera maya, que posteriormente serían bautizados con los nombres de Melchor y de Julián y quienes después fueron entrenados para servir como guías en los viajes de exploración y conquista de Juan de Grijalva y Hernán Cortés en 1518. Los españoles nombraron a esta población Gran Cairo, tal vez como reminiscencia de que esta tierra pudiese formar parte de Asia.

Todo lo visto hasta entonces despertó en los españoles gran admiración y muchas esperanzas de encontrar riquezas, mas también temor y recelo: nunca antes en el Nuevo Mundo habían visto construcciones de piedra, y bien hechas, ni canoas tan grandes, ni con velas, ni colmenas domesticadas, ni nativos vestidos con telas de algodón teñidas y bordadas; tampoco habían visto guerreros tan bien organizados, armados con arcos y flechas, lanzas, ondas y escudos, protegiéndose el cuerpo con una especie de armadura acolchonada, ni con penachos y adornos guerreros tan elaborados. Observaron que los nativos tenían un intercambio comercial basado en el trueque, pues no habían visto monedas; y si bien el oro era escaso, lo trabajaban artísticamente y su presencia indicaba que debía de haberlo en algún sitio no muy lejano.

En este tiempo, Yucatán estaba dividido en unos diecisiete señoríos independientes. Hacía ya varios siglos que había terminado la época de esplendor del Horizonte Clásico maya y tras la caída de Mayapán, hacia 1450, se dio una fragmentación política y una situación de guerra endémica entre los señoríos de la península.

La flota de Francisco Hernández de Córdoba siguió costeando hacía el Oeste, navegando de día y amarrando las velas por la noche, por temor de encallar en los bajos arenosos. El litoral estaba poblado: constantemente se veían nativos en la costa que salían a observar las naves con curiosidad. Los españoles, por su parte, no salían de su asombro al ver tantas poblaciones y templos.

Pocos días después vieron desde la cubierta de sus barcos una población de buen tamaño, situada en una gran ensenada y cercana a la costa, se trataba de la bahía de Campeche; el pueblo o la provincia, era llamado en maya Ah Kin Pech “lugar de garrapatas”. Intuyeron que cerca de la población podría haber un río en el que abastecerse, y como el agua ya escaseaba, Hernández de Córdoba decidió desembarcar en su búsqueda.

Dice el padre De las Casas “que a medida que se fueron acercando fueron viendo el caserío, unas tres mil casas y una vegetación rica y exuberante. Vieron un adoratorio de cal y canto con una torre cuadrada de cantería muy blanqueada con gradas y en la pared figuras de serpientes y otras alimañas. En el fondo del altar había un ídolo con dos leones grandes salpicados de sangre y más abajo una serpiente de cuarenta pies de largo que tragaba un fiero león. Todo era de piedra muy bien labrada”.

En relación con lo anterior, hay que recordar que el culto a Kukulcán se había introducido a la región maya y extendido por toda la Península de Yucatán acompañado del militarismo y los sacrificios humanos; que el símbolo o representación de esta deidad era la serpiente de plumas preciosas y que la religión y culto a este dios fue práctica corriente en Champotón, Acalán, Campeche, Chichén Itzá, Uxmal, Izamal, Tulum y muchos otros lugares.

Las naves españolas fueron ancladas unos tres kilómetros de tierra; la mayoría de los expedicionarios desembarcó y exploraron los alrededores sin encontrar ningún río, pero si un pozo que daba muestras de ser utilizado por los nativos, de él se aprovisionaron.

Apenas si habían terminado de llenar sus vasijas y barriles cuando llegaron unos cincuenta indígenas en son de paz: por señas parecían preguntarles lo que deseaban, y “si veníamos de donde sale el sol, y decían: castilan, castilan”, según narra Bernal Díaz del Castillo. Los mayas no se cansaban de verlos y de tocarles las barbas y el cuerpo, y los españoles no estaban menos asombrados, encontrando nuevas pruebas del alto nivel cultural alcanzado por los nativos.

Intercambiados los obsequios, los mayas invitaron a los extranjeros a su pueblo. Los españoles aceptaron, dirigiéndose a él en buena formación militar. El señor del lugar los invitó a comer a su morada, sirviéndoles un menú muy variado: guajolotes, perdices, codornices, tórtolas, patos, jabalíes, ciervos, liebres, muchas tortillas y frutas. Tras la comida se inició el trueque, los españoles se hicieron de algunas mantas de algodón, plumas finas y caracoles engarzados en oro a cambio de sus lentejuelas.

Al parecer las mercancías de los blancos no fueron lo bastante atractivas para los nativos como para mantener su interés, pues pronto se cansaron de los extranjeros conminándolos a que partiesen. Los españoles se hicieron los tranquilos y en poco tiempo se reunieron dos escuadrones de guerreros a un lado de la población, algunos sacerdotes se acercaron a los blancos, incensándolos con sus sahumerios, “fumigándolos” como gustaban de decir los cronistas. Enseguida los mayas hicieron unos montones de leña y les prendieron fuego, indicándoles por señas que debían irse antes de que éstos se consumiesen y empezaron a tocar sus tambores y caracolas.

Según Pedro Mártir de Anglería, los españoles, ante tal situación, decidieron darles a los nativos una muestra de su poderío, disparando la artillería, aunque al parecer no la apuntaron hacia sus enojados anfitriones, sino al aire. Los mayas “oyeron el tronar de las disparadas máquinas y percibieron el humoso y sulfúreo olor encendido, parecíales que el cielo descargaba sus rayos”, el cronista no menciona el efecto causado. Pero los españoles decidieron no tentar de nuevo su suerte, aún varios estaban heridos como resultado del enfrentamiento anterior y poco antes habían muerto dos de ellos.

Los conquistadores se embarcaron prosiguiendo su viaje, no sin antes haber bautizado al poblado con el nombre de San Lázaro, por haber desembarcado el domingo de cuaresma, 22 de marzo, día de San Lázaro, lo cual era una casualidad digna de mención.

 

Crónica. Bernal Díaz del Castillo fue uno de los soldados de la expedición y quien
escribió una memoria pormenorizada de la misma.