Editorial

La decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de ratificar la suspensión de los permisos expedidos por Sagarpa y Senasica a la trasnacional Monsanto para la siembra de soya genéticamente modificada en el campo campechano, es una muy buena noticia.

Y lo es por muchos motivos. Los ministros reconocieron, sin duda, el derecho de los pueblos indígenas, consagrado en la Constitución Política del país y consignado en tratados internacionales firmados por México, a realizar una consulta sobre lo que se puede o no se puede hacer en las regiones en que habitan. En este sentido, y ante la mayor oposición de los pobladores mayas y miles de familias de apicultores, a los que se sumarán los otros tantos campesinos y agricultores y conservacionistas que protestan contra la agricultura industrializada que arrasa con las selvas de Hopelchén, es casi un hecho que las empresas desarrolladoras y comercializadoras de biotecnología no podrán entrar a esas regiones.

Pero aquí no sólo se trata o se puede limitar a un asunto de los habitantes mayas del estado. Los ministros de la Corte mantuvieron la suspensión de los permisos atendiendo a la razón de los pueblos mayas, pero al menos en las decisiones jurídicas no constan los otros posibles efectos: deforestación, impacto a otros sectores productivos, contaminación ambiental por el peligroso y ya ‘boletinado’ glisofato -un potente agroquímico- clasificado como cancerígeno por la Organización Mundial de la Salud y prohibido en otros países.

Es decir, detrás de la soya transgénica no hay solamente el cultivo de este producto, sino toda una serie de posibles riesgos o afectaciones a la salud, al medio ambiente, a la actividad económica y a muchos otros aspectos que no han podido ser aclarados por ninguno de los bandos en disputa.

Pero las razones por las que Monsanto y otras empresas buscan que en el campo campechano se produzca soya transgénica son eminentemente monetarias. Es decir, la pujante y creciente industria de la biotecnología está ampliando sus mercados y la Sagarpa y la Senasica aceptaron que esas transnacionales podrían hacer negocios aquí en Campeche, sin considerar la diversidad étnica, ni la actividad económica tradicional ni los posibles daños o afectaciones.

Buscan cultivar en un campo con carencias, con métodos de hace siglos, que aún usa técnicas rudimentarias, en un campo que ha merecido el poco o nulo interés de la autoridad, lo último de la tecnología agroindustrial, sus cultivos de laboratorio.

¿Quieren modernizar el campo campechano? Entonces que se implanten sistemas de irrigación, que se ayude al campesino a salir del atraso, que se le prepare y se le arme con capacitación e información, que se le entreguen paquetes tecnológicos… Pero no podemos apostar por lo último de la tecnología agroindustrial cuando el 99 por ciento de los campesinos usan técnicas que ya usaban los mayas hace siglos y realizan actividades que no son compatibles con el desarrollo biotecnológico.30