Francisco López Vargas
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Francisco López Vargas
Analista Político, conductor y productor en Telesur, y colaborador de EL EXPRESO desde su fundación. Estudió Comunicación en el Instituto de Ciencias Sociales de Mérida.
@elnegrito_63

Legítimos

Voces, Viernes 31 agosto, 2012 a las 11:12 am

El otro día, decía el Dr. Gerardo Mixcóatl, en Fuego Cruzado, que según Weber, al dar la declaratoria de válida a la elección presidencial, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación convertiría en legítimo presi­dente a Enrique Peña Nieto.

Discrepé entonces de su apreciación y sigo hoy discrepando de ella y no porque Gerardo esté equivocado en el concepto filosófico jurídico sino que, como le pasó a Calderón, habrá siempre el tufillo de que hubo trampa de su parte para ser presidente.

Sin embargo, tampoco le acepto a López Obrador el adjetivo que le endilgó a Felipe Calderón, y no estoy de acuerdo con lo que señalan sus seguidores.

El problema no es de adjetivos sino de actitudes. En ellas, López Obrador y Peña coinciden al tratar de vernos la cara de estúpidos a todos. Peña no puede cortarse un brazo validando que no hubo compra de votos ni excesos en los gastos de su campaña ni de su promoción desde que era gobernador del Estado de México, pero Andrés Manuel tampoco puede darse baños de pureza porque hizo campaña seis años, usó fondos públicos triangulados por los gobiernos del PRD a través de empresas afines y violó las leyes que sujetaron a otros valiéndose del argumento de que él no era funcionario público.

El tema de la legitimidad no sólo tiene que ver con la legalidad, sino en cómo se comportan nuestros políticos. La legitimidad es algo que también tiene que ver con lo que nos pasa con Quintana Roo a los campechanos y bastaría leer a Jorge Salomón Azar en su blog sobre los orígenes de un conflicto que raya en lo estúpido, pero que tiene que ver también con la legitimidad.

La vida política e institucional de los mexicanos está convertida en un escándalo: diputados que no legislan, políticos que no convencen, goberna­dores que nos roban o asumen el poder para disfrutar del erario, nada más; alcaldes que no conocen de soluciones a sus ayuntamientos.

Hoy, por desgracia, vivimos en un país ilegítimo porque tenemos auto­ridades ilegítimas, somos ciudadanos ilegítimos incapaces de hacer valer nuestra condición de mandantes y nos sometemos a los fáciles devaneos del poder.

¿Cómo puede el Congreso, ya sea local o federal, si ellos, los diputados no son capaces de transparentar sus gastos? ¿Cómo pueden calificar una elección los magistrados del Tribunal si no son capaces de dar detalles de sus fondos y cómo los gastan? ¿Cómo aceptar que sean los diputados locales o federales los que validen las cuentas públicas si muchos de ellos fueron responsables de ejercer los presupuestos? ¿Cómo confiar en los responsables de aplicar y vigilar la ley si aceptan sobornos del crimen y le blanquean sus fondos?

Estamos mal. En realidad el país necesita meterse en una catarsis ab­soluta que nos permita retomar el civismo que hemos perdido al haber­nos convertido todos en cómplices de un sistema político que no sólo es tricolor, sino que por desgracia, sus detractores lo emulan, los imitan y lo sobrepasan en muchos aspectos.

Ese ha sido el mayor éxito de la dictadura “democrática” tricolor: ha ayudado a todos y ha creado compro­misos con todos y estos todos se han convertido por gratitud o convenien­cia en sus principales legitimadores. El que se opone apoya, decía Reyes Heroles. El que te ignora es el que de­be de preocupar y ahí están las cifras de abstención que hacen imposible considerar que quienes ganan las elecciones nos representen.

Hablemos de legitimidad y trate­mos que ya sean sinónimo de legali­dad y de justicia porque hoy no lo son y aunque Peña sea validado y legaliza­do como presidente, siempre llevará, como la llevó Calderón, la afrenta de un grupo que no puede y no va a re­conocerlo por la manera como logró sus tres millones de votos de diferen­cia sobre su más cercano adversario. Aunque no puedan probarlo.

De Andrés Manuel sólo puedo agregar que si tanto presume su ho­norabilidad y su decencia es precisa­mente porque no lo es. Los actos son los que nos definen y no nuestras palabras.

López Obrador finge que nos informa, simula que nos da cuen­tas, trata de hacernos creer que merece ser respetado, pero sus actos ha demostrado que su dis­curso discrepa de su actuación: no ha sido claro ni transparente en el ejercicio del poder político cuando lo tuvo en el DF, no ha si­do honesto ni ha marcado la ex­cepción al ser candidato demos­trando con detalle el origen de sus ingresos, de sus gastos, de sus financieros.

Estamos inmersos en la ilegitimi­dad y, por desgracia, los hechos nos lo confirman diario.