Conocí personalmente a Layda Sansores cuando fue candidata a gobernadora en 1997, abanderada por el Partido de la Revolución Democrática, en una elección que, debo admitir –y repetir-, ganó.
Eran sus días de gloria al haberse negado a votar por el incremento del Impuesto al Valor Agregado a pesar de haber recibido miles de canonjías y privilegios del partido que su padre dirigió y traicionó por sus propios intereses personales.
Hinchados de dinero público en sus arcas personales, los Sansores ejemplificaron lo mismo que ahora vemos en Manuel Bartlet: traidores de sus propias convicciones en aras de sus propios intereses. Sencillo: les dieron todo y cuando pidieron más y se les negó, patalearon y se fueron a la oposición, pero no devolvieron nada de lo recibido.
Para Layda haber militado en el PRI no era una mancha. El PRD, en los días de Andrés Manuel dirigente, era como el río Jordán: se remojaban y sus pecados se perdonaban casi de inmediato. Lo mismo que sucede hoy en Morena: los hechos se pueden omitir, el pasado se puede borrar siempre y cuando se venere al señor de Macuspana. Sin embargo, sus actos los acreditan.
La alusión viene a cuenta porque los 7 de octubre de cada año, en teoría, se debe de definir quién será el recipiendario de la medalla ‘Belisario Domínguez’, una distinción que da el Senado a quien se haya destacado por su servicio a la patria.
Han habido 57 galardonados con esa máxima presea que reivindica el valor del político chiapaneco en los días del nefasto gobierno de Victoriano Huerta y después de los asesinatos de Madero y Pino Suárez.
Belisario Domínguez fue un ser renuente a la política. Un médico que no quería ser alcalde y lo fue; que no quería ser senador y lo fue, a la muerte de Leopoldo Gout, del que era suplente. Ejemplo de civilidad, de convicciones, Domínguez merece ser reconocido no sólo el 7 de octubre por la medalla que lleva su nombre.
Un total de 57 destacados hombres y mujeres de México la han recibido de 1954 a 2010; desde el inicio de su entrega dos personajes de la vida pública nacional la merecieron en forma póstuma: el ex rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, y el político y empresario, Luis H. Álvarez, detalla el portal del gobierno mexicano.
En el ámbito cultural e intelectual, alrededor de 25 destacados mexicanos han sido premiados con la Medalla, algunos de ellos son: Gerardo Murillo o Dr. Atl (1956); Isidro Fabela (escritor, periodista e historiador, 1960); Jaime Torres Bodet (escritor, ensayista y poeta, 1971); Ignacio Chávez Sánchez (ex rector de la UNAM, 1975); Juan de Dios Bátiz (fundador del Instituto Politécnico Nacional, 1977).
Asimismo, Jesús Silva Herzog (catedrático e investigador de la UNAM, 1983); Rufino Tamayo (pintor, 1988); Andrés Henestrosa (poeta, escritor, e historiador, 1993); Jaime Sabines (poeta, 1994); Miguel León-Portilla (antropólogo e historiador, 1995); Carlos Fuentes (escritor, 1999); Leopoldo Zea (filósofo, 2000); Luis González y González (historiador, 2003); y Miguel Ángel Granados Chapa (periodista, 2005).
Leo la relación y, perdón, no veo en dónde podría encajar la señora Sansores. Su aportación a la vida política de Campeche quizá fue importante, pero efímera y, por desgracia, su lucha cívica concluyó con una negociación que mereció millones de pesos del erario, dinero del que nunca nos informó el que se lo dio ni ella que lo recibió.
Verla como posible recipiendaria me hace reforzar la idea de que Gonzalo Rivas, el ingeniero que murió quemado en las protestas de los normalistas, hizo más con una sola acción que muchos políticos en toda su vida. Rivas quizá nunca pensó en morir, pero sabiendo el riesgo intervino y fue alcanzado al explotar el bidón de gasolina que un grupo de rijosos habían colocado junto a la bomba.
Perdón, la señora Sansores merece –si ellos así lo consideran- la divinización que hacen sus seguidores de Morena, pero que sus militantes y simpatizantes obliguen a López Obrador a entregarle un reconocimiento público por su lealtad, por su lucha por incrustarse también en esa institución que dijeron aborrecer, que les robó su presidencia y de la que reciben ahora $600 millones anuales a pesar de no merecer credibilidad para ellos.
La honestidad valiente no es un slogan político manipulado. Ser humilde tampoco significa no tener dinero, pero sí encaja en hacer lo correcto, en no esperar recompensa y tener esa satisfacción que sólo da el saber que se hizo lo correcto sin que nadie más lo sepa ni esperando reconocimiento.
¿Ven por qué no encaja Layda?