Hace 491* años, los azorados habitantes del poblado de Kin-Pech observaban en la bruma del apacible mar unos objetos desconocidos, preguntando al Ah-kin el significado de esos extraños designios, ¿era acaso que Kukulkán cumplía con su palabra de retornar? Era en el calendario maya el año 13 del Katún, y el 13 Ce Acatl, fecha en que siglos atrás, Kukulkán había prometido regresar allende del mar. Y estas extrañas naves sobre el mar campechano presagiaban dudas sobre el futuro del pueblo maya.
Igualmente sobre la cubierta de las naves españolas, Francisco Hernández de Córdoba y su tripulación miraban otro paisaje, otro escenario muy distinto a las innumerables islas del gran lago caribeño. Este poblado era diferente, cercano a un gran brazo de río que a los extranjeros les lla- mó la atención por la cantidad de lagartos, bautizándolo con el nombre de “estero de los lagartos”, era un pueblo grande, ordenado, con una gran plaza, con un edificio cercano al mar de donde brotaba un aroma de copal impregnando el aire y en cuyas paredes se encontraban extrañas figuras de serpientes, mientras cientos de nativos desde la orilla les hablaban en una extraña lengua.
Tenían sed, a los españoles se les había terminado el agua, las vituallas escaseaban y el único sitio don- de podía abastecerse era este lugar, con temor se embarcaron en sus bajeles hasta la orilla donde fueron recibidos por el Halach Uinic, cubierto de mantas de patí, adornaban su “ex” plumas de quetzal y un extravagante penacho, todo el cuerpo pintado de negro, cubriendo sus brazos braza- letes de oro y un bezote atravesaba sus labios y en la nariz una brillante nariguera, pero lo que más llamaba la atención a los extranjeros eran sus ojos estrábicos producto de una deformación inducida desde la infancia. Acompañaban a este personaje los Ah kin, los grandes sacerdotes, con la cabellera cubierta de costras de sangre y expidiendo un desagradable olor a muerte, producto de los auto sacrificios y sacrificios humanos, los cuales levantando los brazos con sahumerios llenos de copal intentaban exorcizar a estos intrusos. A su alrededor el gran Nacon y sus holcanos con los cuerpos pintados de azul y rojo, y faldones de piel de venado y jaguar, abrazaban largas lanzas de guerra, reunidos en torno a su rey, miraban a estos hombres diferentes, blancos, barbados, con extrañas formas en sus manos, con cascos como jícaras y hablando una incomprensible lengua. Mientras la población gritaba, aullaba, como queriendo que con estos alaridos se espantaran y regresaran a sus naves. El grupo español, temeroso, pro- tegido por sus armaduras, sus espa- das filosas y con el cobijo de la cruz, intentaban a través de señas comu- nicarse con los dueños de esta tierra. Al conocer las demandas espa- ñolas, sus peticiones fueron concedidas: llenar sus pipas en el cenote cercano y realizar una ceremonia extraña: una misa, la primera en tie- rra firme en lo que sería más tarde nuestro México; y al mismo tiempo esta tierra de Ah-Kin Pech recibiría su primer bautizo: los intrusos la llamarían Lázaro.
Así debió de haber sido este primer encuentro entre dos culturas, entre dos civilizaciones diferentes que a la postre se unirían, pero que el costo de este nuevo enlace sería uno de los alumbramientos más doloro- sos: un mestizaje cultural, ideológico, religioso y humano.
Años después estos blancos regre- sarían con un objetivo: permanecer en forma definitiva. En 1526, Francis- co de Montejo, el Adelantado, logra los permisos del emperador Carlos V, de conquistar para gloria de Dios y de España estos lares, pero no sería tan fácil, 26 años tendrían que pasar para que se adueñasen del Mayab.
En 1530, el conquistador, rememorando su lugar de nacimiento, nom- bra a este lugar Salamanca, la dota de un Ayuntamiento y de un primer Cabildo, con esta acción se daba fe de que estas provincias tenía un nuevo dueño, un lejano personaje en una lejana tierra. Efímera fue su existencia, los mayas aún se resistían a te- ner un nuevo amo. Tuvieron que pasar otros 10 años para que el hijo del conquistador, del mismo nombre pero apodado “el Mozo”, en lo que hoy conocemos como el Centro, fundara otra villa, ahora con el nombre de San Francisco de Campeche, como homenaje a su padre que llevaba el nombre del pobre de Asís y el nombre españolizado de Ah-Kin Pech.
Y sería Ah Kin Pech, para los mayas, Lázaro el primer nombre español, Salamanca y más tarde San Francisco de Campeche, el punto de reunión de estas dos culturas portentosas. En este sitio, mayas y españoles se vieron por primera vez, este es el lugar donde nació Campeche, este fue el punto donde irradió la cultura española; es el asentamiento donde la caridad franciscana echó raíces y el producto es ese templo y convento franciscano que aún está entre nosotros, de donde saldrían las múltiples misiones franciscanas a llevar el evangelio a toda la península, ahí se escribiría el primer diccionario español-maya.
A partir de este momento esta vi- lla junto al mar fue creciendo en habitantes e importancia, su situación privilegiada le dio otra perspectiva, se abrió a ese extensísimo mar caribeño, no miró hacia el centro, miró hacia fuera y el puerto se llenó de olores, sabores, colores y sonidos de otras tierras lejanas, los pobladores se acostumbraron a los dejos de marineros de otras partes del mundo y adoptaron muchos de ellos conformando un lenguaje que dife- ría mucho del hablado en el resto de la península.
Ser el centro importador y exportador más importante de la península, generó una sociedad diferente compuesta de comerciantes y ar- madores ricos, abiertos a las nuevas ideas que traían los inmigrantes de la península, dueños del poder eco- nómico y político, sus riquezas obtenidas por el comercio de la sal, miel, pescado y maderas, pero principalmente del legendario Palo de Campeche, despertó la codicia de corsarios y pronto la villa se convirtió en presa de los ladrones del mar: los piratas.
Una gran parte de la historia de la ciudad de Campeche está impregnada de asaltos, robos, incendios, pérdidas de vidas humanas, de depredaciones cometidos por estos hombres. Su presencia a lo largo de un siglo de historia campechana es imposible de eludir. Diariamente los vigías oteaban el horizonte y al observar una vela desconocida se tocaban las campanas en arrebato, la población corría despavorida a ponerse a salvo en las iglesias, al monte más cercano, se escondían en aljibes, guardaban sus joyas bajo tierra, los sanromaneros agarraban a su Cristo Negro y lo escondían en las lejanas cuevas de Samulá. Muchas veces fueron derro- tados por la incontenible avalancha de los depredadores, pero en muchas ocasiones resultaron vencedores.
Fue tras el asalto de Lorencillo, quien a su paso por la villa se llevó puertas, ventanas, ganado, dinero, oro, y además quemó la villa, cuando las autoridades españolas deci- dieron recintarla para protegerla en forma definitiva. Así, el 3 de enero de 1686, con repiques de campanas y un Te Deum, se abrieron los primeros cimientos de este enorme cinturón de piedra que la protegería, la encerraría, la encarcelaría entre cerros y mar.
Por 18 años los campechanos verían cómo las enormes paredes se elevaban hacia el cielo, hasta que el año de 1704 con el término del Baluarte de Santiago, se pondría fin a la magna obra. Vendrían años de prosperidad, la población ya no se sobresaltaba ante cualquier vela lejana.
El siglo XVIII fue un siglo de bo- nanza y, por fortuna, se concluyeron las defensas exteriores, se construyó el templo jesuita de San José con su decoración de talavera de la lejana Puebla, se concluyó la iglesia parroquial y la villa adquirió el rango de ciudad. Pareciera que con todos estos aspectos culminarían los anhelos de los campechanos, pero no era así, en el fondo tenían un deseo más grande, una meta más por cumplir.
El siglo XIX fue de cambios, la ciudad y sus habitantes habían alcanzado la mayoría de edad, ya no temían enfrentarse al poder generado desde Mérida, querían que sus opiniones y anhelos fueran tomados en cuenta, querían hacer válidas sus demandas. Siglo de enfrentamientos militares y políticos, con Mérida, con México; siglo de sangre indígena con la Guerra de Castas; siglo de generosidad de una familia campechana: los Estrada, cuando uno de sus descendientes do- nó dinero para fundar un colegio pa- ra educar a los jóvenes campechanos: El Colegio Clerical del Arcángel de San Miguel de Estrada que sin pro- ponérselo sería el faro del saber, y de ahí saldrían sacerdotes, médicos, abogados y pilotos.
Fue en esta institución donde se educarían un grupo de jóvenes que cumpliría con un deseo, con un anhelo: convertir el Distrito de Cam- peche dependiente del estado de Yucatán, en un Estado libre y soberano y que formara parte de la Fede- ración mexicana. Así Pablo García, Tomás Aznar Barbachano, Pedro Ba- randa, Rafael Capmany, Juan Carbó y otros más, imbuidos del espíritu liberal imperante, el 7 de agosto de 1857 se levantaron en armas pidiendo la separación.
Lograr este anhelo no fue fácil, fueron años de lucha militar y polí- tica, años de intentar una identificación con el nuevo estado, y esto se lograría primero con la creación de un nuevo colegio surgido de las ruinas del viejo seminario clerical, el Insti- tuto Campechano, así campechano, para que las nuevas generaciones se identificaran con el novel estado, ahí se educarían a los nuevos ciudadanos de Campeche.
Y por último, el 29 de abril de 1863, Benito Juárez, Presidente de México, ratificaba a Campeche como un nuevo estado de la Federación, ¡por fin! Los viejos anhelos se habían cumplido. Así la palabra Campeche daba nombre a un estado.
Han pasado 150 años* de que se creó el estado de Campeche, han sido años de historia de encuentros y desencuentros, ha sido la historia de historias de un estado rico en productos naturales como el palo de tinte, maderas, chicle, camarón y petróleo. Un estado que ha luchado por ser escuchado y que en el remanso de su mar ha encontrado la grandeza de su nombre. Un estado con 150 años de historia y una ciudad que es Patrimonio Cultural de la Humanidad, de un estado compuesto de 11 municipios donde se conjugan desde los rubios menonitas con los mayas, con inmi- grantes del centro del país y de otros países. Campeche es un estado diná- mico y progresista. Donde nació el sinónimo de campechano, ese vocablo que se ha convertido en una palabra universal para significar lo que somos, un pueblo abierto, amante del trabajo, de la constancia y de la tolerancia. Campechanía es un todo y todos la llevamos con satisfacción. Un estado del cual estamos orgullosos y más, por haber nacido en él.
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