Perdido en el hueco de mi calle

Voy manejando, los ojos en la calle, zigzagueando, concentrado evitando caer en uno de los miles de baches que existen en mi ciudad. Hay lugares en que no se ven y solo queda adivinar rogando que bajo esa turbia agua color chocolate, el hueco no sea profundo.

Demasiado tarde, escucho cómo mi carro cruje al aporrear lámina contra roto pavimento, aprieto los dientes, castigo el hule del volante con fuerza, aguanto. Menos mal que mi bebé viene amarrado y se supone que su silla lo protege del bamboleo.

Crack, otro crujido, un bache más; no adiviné, no lo vi, lo sentí, lo resentí, insulté.

Debería haber escogido otro camino. ¿Pero cuál? Toda la ciudad está igual. Deshecha, inundada, caótica. Entre baches y topes, entre subidas de cerros que desembocan en cenotes en medio de la calle.

Sigo mi camino, esquivando, zigzagueando, deteniéndome, pues mi llanta se ponchó. Miento madres. Taxi. Fue el rin. Ya ni a quien insultar, cabizbajo veo cómo agarran a martillazos el rin y lo enderezan. Imposible salir a carretera con ese rin, mi salida de la ciudad tendrá que posponerse hasta que tenga dinero para comprar un rin, cuatro llantas, arreglar el golpe del mofle y que todos los demás habitantes de esta urbe paguen impuestos para arreglar las calles.

Las calles de Campeche son el reflejo perfecto de lo que pasa en mi país. Todo tiene huecos pero no hay presupuesto para taparlos, pues se va en un extenso y lento aparato burocrático. No obstante y cuando al fin aparece el recurso en lugar de buscar hacerlo de manera diferente, no, solucionamos el problema inmediato que es tapar un hueco sabiendo que es solo temporal y que en dos o tres lluvias, nuevamente el hueco saldrá vencedor. Un círculo vicioso sin fin.

Mi bella ciudad, mi hermosa ciudad colonial que recrea hoy día las cruentas luchas de piratas donde los cañonazos caían en las calles abriendo huecos, huecos que aprovecharemos en esta época para hacer los pibipollos, esos maravillosos baches que me hacen activo y logran que me ejercite, pues mi carro no pasa ya en medio de las trincheras que se abren en las calles y que parecen puertas de entrada a Xibálba de lo profundo que están. Mi ciudad, mi hermosa ciudad que asemeja un queso gruyere no por los huecos o el olor sino porque atrae a los ratones.

La culpa no es del ayuntamiento; la culpa no es del gobierno del estado; la culpa no es de que no paguemos impuestos; la culpa no es de la mala calidad de los materiales o la mala aplicación de los mismos; la culpa no es de la basura o de los drenajes; la culpa no es del extenso aparato burocrático; la culpa no es de la mala aplicación de recursos, chanchullos o transas; la culpa no es de una mala planeación o ejecución; la culpa no es de lo ineficiente e ineficaz.

¿Entonces la culpa es de la mala suerte? ¿Es culpa del destino?

Seamos serios, cuando se dice que no hay que buscar culpables, se dice para enfocarse en la solución no para hacerse bovinos. Aquí lo que parece es que les importamos un pimiento como pueblo. Dejaron, sí, dejaron que la ciudad se caiga en pedazos mientras se señalaban unos a otros, mientras se acusaban. Me vale cacahuate si son priístas o panistas, me pidieron confianza y abusaron de ella y eso, eso no tiene madre.
Si estamos pagando las reparaciones de nuestros automóviles bien podríamos dar un impuesto adicional para reparación de las calles, el problema es que ya no podemos confiar en que ese recurso se utilice para lo que debe ser. Esa falta de confianza en “mis administradores” basta para que escondan el rostro de vergüenza en uno de los cientos de huecos que hay por la ciudad.
Ahora que si prefieren servirse a servir… Bueno, entonces no prometan.