Cada vez que emitimos una opinión lo hacemos con la finalidad de abrir un poco el panorama, de poner luz donde hay sombra o de señalar lo que consideramos que puede ser corregido. Cada vez que firmamos con nuestro nombre algún escrito, nota, o aparecemos en algún programa, le damos el valor de nuestra presencia, prestamos una voz que puede ser la tuya, la del vecino, la del perfecto desconocido. Pero es nuestro nombre y nosotros seremos los que asumimos la consecuencia de lo dicho.
Hay veces en los que nuestras personas cercanas, preocupadas, nos dicen que seamos prudentes, que no hablemos de lo mal que está nuestra sociedad, de la corrupción que galopa entre nosotros y de los que nos hacemos de la vista gorda porque “así son todos”, que no pongamos el nombre de fulanito o menganito porque ahora tiene “poder” y nos puede perjudicar.
No hables de los delegados, de los diputados, del presidente, del gobernador, de la policía. No hables, no escribas, no los expongas, no te expongas.
Pero el temor de un hombre honrado no es la consecuencia, el temor es que todo siga igual. Que nuestra voz no se escuche y que no despierte conciencias, que no aporte valor alguno, que no dé valor, que no aglutine el sueño de justicia, de decencia, de honestidad y honradez que nos merecemos como sociedad, como padres, como hijos, como seres humanos.
En estos momentos el país regresa a un control de un partido disciplinado y de disciplina. Lo vimos con Elba Esther, lo veremos con Granier y quizá con Deschamps. ¿Venganza? No. ¿Disciplina? Sí, todos formaditos y en orden.
La derecha saliente buscando reinventarse, reencontrar su esencia, su origen y su posibilidad de influencia. La izquierda, reaccionaria, en ocasiones radical, en otras moderada, pero mientras siga fragmentada y no encuentre en su ideología y su servicio por la gente ese aglutinante que permita orden y crecimiento de dentro hacia afuera no veremos una izquierda capaz de replantear todo un sistema político y darle un nuevo enfoque.
En una democracia el poder es del pueblo y el pueblo no puede tener temor alguno a la hora de exigir, de señalar, de pedir que los ladrones paguen y que los incapaces salgan. Una sociedad puede, debe, tiene que influir en la designación de los representantes del gobierno federal, del gobierno estatal, del gobierno municipal. Ellos hablarán por nosotros y nuestros diputados que son nuestra voz no vemos que la levanten, al contrario, vemos que se someten a lo designado por su partido, en sumisión, en orden. Así es esto del centralismo, del presidencialismo. Y mis representantes de derecha e izquierda pueden pactar, o vociferar pero eso no es “luchar”, el volumen de la voz es inversamente proporcional a la calidad de los argumentos.
El hombre honrado sabe que su palabra es lo que lo define, que su intencionalidad en el trabajo es lo que habla por él. Un hombre honrado sabe que más vale un nombre limpio que cualquier cantidad de cosas materiales.
Un hombre honrado debe señalar lo que está mal, así le ocasione dificultades, pues es esa misma honradez la que no lo dejará dormir si permite que lo sencillo esté por encima de lo correcto.
El temor de un hombre honrado es darse cuenta de que está solo, que su voz se pierde en el desierto, que sus acciones son infructuosas y que todo sigue igual.
El valor de un hombre honrado es que lo seguirá haciendo hasta su último suspiro sin importar lo difícil que el panorama se presente.
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