En el cierre del año vemos atrás y observamos todo aquello que hicimos y dejamos de hacer. Nos invade la nostalgia o el alivio, nos preguntamos si aprendimos o si seguimos igual de ilusos que siempre. La cercanía de un nuevo año nos trae esperanza, la de siempre, la esperanza que esta vez todo será distinto, que mejoraremos, que cambiaremos, que seremos la persona que esperan nuestros padres, que admiran nuestros hijos, el tipo de personas que marcan una diferencia en el mundo y no uno más de los que se pierden en una masa informe de tantos rostros que el nuestro desaparece.
En cada cercanía de año la esperanza de que nuestros políticos y representantes nos volteen a ver y con la convicción del trabajo bien hecho nos digan “lo hicimos por todos nosotros”. Nosotros, no ustedes. Es decir, que sientan la empatía con un pueblo que estamos pasando por momentos difíciles, donde la violencia de un país se nos está volviendo costumbre, donde la transa y la corrupción es el lubricante de todos los procesos burocráticos, en el que vemos que nuestros representantes representan a su partido o le hacen culto a su persona en espera de seguir alimentándose del dinero de todos nosotros. Un pueblo con 52 millones de pobres y que cada vez aumenta más y en el que los $2.50 del aumento al salario mínimo solo es una burla más de una serie de burlas constantes, una sociedad donde los niños que son nuestro futuro parece que no existen en nuestro presente, donde vemos a diputados gastando dinero en cosas banales o directores de secretarías gubernamentales comprándose rolex y camionetas, donde los altos sueldos que se pagan no son la barrera moral que les impide robar o negociar en lo oscuro. En que la forma es fondo y el futuro se resume a su carrera política. Un pueblo que ya no sabe a donde voltear para buscar soluciones, donde nuestras quejas se dan con la barrera de la impunidad y nos surge el sentimiento de para que quejarme si no pasará nada. Un pueblo que cada vez se siente más solo sin importar cuantos seamos.
No hablamos el mismo lenguaje y mientras exista hambre, carencia de medicinas, falta de cultura seremos el pueblo manipulable, sumiso, que espera que nos digan que hacer o a donde voltear o por quién votar.
Y los años pasan y esto en lugar de mejorar sigue igual o peor, los estados fallidos brotan como hongos tras las lluvia y ni toda la propaganda gubernamental nos convence de que estamos bien pues nuestra cartera, al igual que nuestra mesa se encuentra vacía.
No pedimos pescado, pedimos que nos enseñen a pescar, pedimos que los recursos no se queden en la bolsa de unos cuantos y lleguen a donde deben estar, que lleguen a la base y se cree la infraestructura necesaria para que se generen empresas y estas generen empleos, para que podamos poner comida en la mesa y darle a nuestros hijos educación para que vean el mundo desde otra perspectiva, para que cambien su entorno, para que no tengan que pensar en qué comerán nuestros nietos y puedan apreciar la literatura, la pintura, la música pues el trabajo es seguro.
Y los años pasan y seguimos sin entendernos.
Y los años pasan y nuestra esperanza de que el próximo año sea mejor se ve más lejana pues aquellos que nos prometieron la luna el sol y las estrellas nos estrellaron, nos consideran lunáticos y nos dejaron tendidos con la cara al sol.
Pero seguiremos, como siempre, y seguiremos golpeándonos contra la pared hasta que seamos tantos los que lo hagamos al mismo tiempo que la pared se derrumbe y cambiemos el “siempre ha sido así” por un “ahora sí, será distinto”.
La esperanza es lo último que muere y, a veces, es la única que nos sostiene.