*Dedicado a mi hija, luz de mi vida, en un día muy especial.
“Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de valor.”
–Albert Einstein.
Cuando era estudiante universitario, en mi afán de lograr especializarme en finanzas, en uno de los semestres de mi carrera al momento de configurar mi programa de materias que cursaría, me inscribí distraídamente a una asignatura que llevaba por nombre “Seminario de Valores”; bueno, el título del curso en ese momento no me causó extrañeza, ya me había registrado para estudiar “Portafolio de Inversiones”, “Seminario en Finanzas” y “Mercado de Valores”.
Así que una vez comenzado el semestre acudí a mi primera clase debidamente avituallado con mi libreta y una calculadora financiera (fabulosa herramienta indispensable en los años 80’s que sustituyó la necesidad de cargar y usar las complejas tablas de cálculo financiero), pero cuál va siendo mi sorpresa que al entrar al salón, no conocía a ninguno de mis compañeros de clase, lo que no es común a esas alturas de la carrera y más grande fue mi asombro al escuchar la exposición que nos hizo el maestro del plan de estudios de la materia, en el cual no existía ningún tema financiero, no tendríamos que ir a ninguna casa de bolsa y menos nos preocuparíamos por la cotización del tipo de cambio del dólar.
Los temas eran al extremo distintos a todo lo que había estudiado hasta el momento: ética, honestidad, integridad, humildad, veracidad, tolerancia, respeto, fraternidad, libertad, racionalidad, gratitud, paz y hasta amor. Comprenderán que para un aspirante a Contador Público, con una cuadrada y fría formación financiera, fue un fuerte impacto los primeros días que acudí a recibir clases y generar dinámicas relacionadas a formación en valores… ¡humanos!
México vive tiempos difíciles para su economía, existe desequilibrio y desigualdad en una escala importante, así como una situación muy compleja en materia de seguridad; son momentos críticos para el país, pero quizá uno de los mayores conflictos que vive nuestra gente es una aguda crisis de valores. Los mexicanos tenemos un serio conflicto de credibilidad en nuestras autoridades e instituciones y es marcada la desesperanza que tenemos en la aplicación de la justicia.
Es tal la desconfianza que existe que en las últimas décadas hemos gastado cada vez más recursos en crear organismos para cuidar se realicen las cosas de manera correcta. Así tenemos un “policía” o “árbitro” para todo, no siempre con resultados productivos o justificables, ni tampoco con la instrumentación necesaria para operar con autonomía ni transparencia.
Un Instituto Federal de Acceso a la Información que es muy opaco, un Instituto Federal Electoral que hace de nuestra democracia una de las más caras del mundo, una Comisión de los Derechos Humanos a la que nadie hace caso y que en ocasiones a los que menos protege es a los más indefensos. Comisiones y procuradurías que son acompañadas de un marco legal que vuelve más complicado la aplicación correcta de la ley y que deja una brecha importante a la discrecionalidad, lo que termina por corromper más a las instituciones.
Precisamente la corrupción vemos que está incrustada en todos los niveles, en todas las esferas del poder y las actividades económicas. Por más candados y complejidades se instrumenten, el ingenio del mexicano se encausa negativamente para desviar las virtudes del accionar cotidiano de la nación. ¿Pero acaso somos los mexicanos corruptos por naturaleza? ¿Está en nosotros algún gen que propicie las malas actitudes? ¿Tenemos solución? Cuando suceden calamidades o catástrofes y vemos la inmediata reacción de la población que se solidariza con los desamparados y muestra un espíritu de fraternidad, notamos la sensibilidad colectiva ante hechos graves y trascendentes, es cuando más nos podemos percatar que el mexicano es gente de buen corazón.
Existe una descomposición del tejido social que se agudiza por la desintegración familiar, unidad básica de toda sociedad. Los valores humanos comienzan a formarse desde nuestros primeros años en este importante núcleo y repercuten durante toda nuestra vida; aunado a ello, la educación, no solamente aquella que se circunscribe al conocimiento de la ciencias, humanidades, leer y escribir, sino a la formación cívica para entender nuestro papel como ciudadanos y los valores morales y humanos para integrarnos en una convivencia armónica con nuestros semejantes y aportar de manera positiva a la colectividad.
La juventud escéptica y con vaga orientación es el renglón más delicado ya que suman la energía que mueve el engranaje de nuestro futuro como nación. El círculo vicioso de la desintegración familiar donde han crecido estas nuevas generaciones y la pérdida de valores es el reto más grande que como sociedad debemos enfrentar, trabajando desde lo más básico hasta lo más complejo. Hay gran desesperanza de que las cosas mejoren, existe gente que considera que ya no tiene nada que perder o simplemente nunca ha vivido una situación favorable que le dé un sentido de pertenencia y compasión por la gente en su entorno.
Ese es el caldo de cultivo que ha alimentado la criminalidad, delincuencia y la visión de una vida efímera, desvalorizada sin importar consecuencias. Ningún programa de gobierno o decreto podrá funcionar si no se analiza a fondo la manera de revertir esta descomposición. Como individuos debemos reconsiderar nuestra indiferencia hacia lo injusto y la normalidad con la que ya vemos las acciones ilegales e incluso la manera como olvidamos reiteradamente la participación que tenemos alimentando cadenas de desvalor y deshonestidad.
Como siempre me sentenció mi padre: “lo ético, correcto y justo nunca estarán fuera de contexto y te mueres en la raya”. Por cierto, nunca entendí por qué no me acreditaron la materia de “Seminario de Valores” para mi Especialidad en Finanzas, considero me ha sido más útil que mucho de lo que aprendí en mi carrera, pero bueno ¡así sucede con algunas universidades!